25 de marzo de 2011

DERECHOS HUMANOS - 24



24 DE MARZO


Volver. Algunos van taciturnos, observan como a la distancia, como con respeto al espacio vacío. Cierran los ojos, suben escaleras, intentan caminar guiados por algo que creemos intuitivo. Otros no paran de hablar, de contarnos quien, como, donde, cuando. Avanzan vertiginosamente y se aventuran curiosos por puertas y pasillos, incontinentes. En todos, el índice funciona como el verbo que va dando sentido a esa cosa críptica que son hoy los lugares que funcionaron como CCD.


Y en todo y en todos el estremecimiento. Ese momento donde en el cuerpo revela una Verdad. “Acá estaba yo”, “acá es”. Puede ser un escalón, un marco o hendija de ventana, un olor, una campana. Difícil que lo comprendamos quienes no hemos atravesado esa experiencia. La del dolor. El más profunda. Ese que no solo deja marcas en el cuerpo. La experiencia concentracionaria.

La memoria no es el recuerdo. El recuerdo es vívido o difuso, es un buen recuerdo, o uno malo. Pero es siempre uno. De uno. La memoria es otra cosa. La memoria es polifónica, colectiva, conflictiva, caótica. La memoria completa es la Historia, las memorias son las historias. Los testimonios que obsesivamente necesitamos.

La palabra. La justicia es uno de los espacios que nos hemos dado para hacer circular esos sentidos. En el recinto de la Ley, la palabra del testimonio adquiere otra resonancia, se amplifica, y queda flotando como un eco. Beto me decía “cuando uno da testimonio, el dolor sigue estando, pero ahora es compartido”. Somos todos quienes portamos ahora ese dolor.

El cuerpo. El estremecimiento del dolor, del recuerdo del dolor, es inefable. Por eso el dolor es la puerta del recuerdo. Así lo pensaba Benjamin en sus Crónicas de Berlín, donde pensaba también en Proust, y en como el dolor, el físico, es una puerta de entrada al recuerdo, y a un juego de espejos que llamaba “posibilidades afines”.

Solo el dolor puede transportar ese recuerdo de los que no puede ser puesto en palabras, lo que no puede transmitirse ni siquiera en la experiencia. Solo el cuerpo puede cargar ese recuerdo, las marcas en el cuerpo, el cuerpo como marca. Como viejos guerreros. Por eso este dolor es recuerdo, no memoria. Es profundo y personal.
La ciudad es el cuerpo de lo social, su dimensión material. Ella también carga las marcas de un dolor. Ese dolor resiente el cuerpo, es odio, silencio, resentimiento, culpa, vergüenza. Es también soberbia, prepotencia, violencia, represión.

Los lugares donde funcionaron los CCD son hoy las marcas urbanas de ese pasado. Pero esas marcas no solo vestigios o ruinas, son los indicios de una historia. El uso, desuso y abuso que se hace sobre ellos habla de esta traducción/traición que reniega en el pasado lo siniestro del presente.

Preguntas. En su dimensión material, críptica, estos cuerpos, edificios, palabras, coagulan todas las contradicciones y preguntas de nuestro tiempo. La pregunta por la violencia política y la violencia estatal, sobre la legitimidad de una y de otro, sobre la planificación, sistematicidad, racionalidad del plan de exterminio tanto como su improvisación, azar, incompresibilidad; preguntas sobre los concentracionario, la excepcionalidad y el miedo como modos de la política contemporánea; preguntas sobre los héroes, los perejiles, las víctimas, los militantes, los sobrevivientes tanto como sobre la sociedad que los nombra, los cristaliza, los apropia. Los incluye, los escucha, los silencia, los ignora.

Pero también, estos lugares lanzan preguntas a través del tiempo  hasta el ahora. Estas preguntas, en la perdurabilidad de los edificios, “peinan la historia a contrapelo” (Benjamin) y nos hacen indagar por las continuidades (la impunidad, la represión, la tortura, los proyectos de país y las herramientas de la política en su prosecución, pero también sobre las practicas cotidianas, el silencio, la discriminación, el titeo, el abuso del poder), y lógicamente, las discontinuidades, principalmente, el lugar del Estado y el nuestro en relación a él, a la política.

24 de marzo. Las fechas, como los ex CCD, también son hitos en el tiempo que concentran y nos traen preguntas y contradicciones. El riesgo de las fechas es clavarse en el almanaque, como un reloj digital que solo muestra el segundo presente. La potencia del “35 años” es el sentido de “proceso”, de continuidad del tiempo, su conectividad, como las agujas de un reloj que muestran el paso del tiempo más que el instante. La potencia de esos 35 años, que anuda sentidos en una historia, un logos que devuelve el sentido al ahora, cualquier sentido, distintos sentidos, contradictorios. Pero sentidos, al fin, a lo que parece no tenerlo, a lo inefable de ese dolor.

Historia. No puedo pensar la historia bajo los grandes nombres. No alcanzan los grandes nombres: memoria, genocidio, plan sistemático, golpe cívico militar… Poco dicen, poca luz echan. Siento más bien una compulsión, la de conocer los nombres, las tramas, los hechos y como se fueron desenvolviendo. Los sentidos que explican la experiencia. No los grandes conceptos, dolor, alegría, odio. Los pequeños significados, relatos. Narrar esas historias.


Los CCD, las fechas, los testimonios, son esas marcas, que buscan un sentido, no son un relato, nos compelen a que lo construyamos. Los guías de los espacios de memoria están siempre tras la discusión por el Guión, el relato que cuente lo que allí pasó, que le de un sentido a lo que allí pasó. Quienes, como, porque. Dicen que reparar es entender lo que pasó. Dar un sentido. Comprender es entender, no de causas, sino de experiencias. Ponerse ahí. Lo imposible. Lo necesario.

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