7 de abril de 2011

CASUERIES BAÑOMOVIL

Una larga y cálida meada
(a propósito del Baño-móvil de Luli)

1. El gesto de Duchamp, poner un mingitorio en un museo, marcó un antes y un después en la historia del arte, desatando un debate que llega hasta hoy y desacraliza las reglas del arte, el concepto de obra, de autor, de comunidad artística, de belleza.
El gesto de Luli, quizás no marque un antes y un después, pero sin dudas es un gesto grave, que mueve al pensamiento, y lo conduce hacia a la indagación de la relación entre arte/cultura y la ciudad, entre la ciudad y el baño, entre el baño y el sexo, el sexo y el género, el género y el revulsivo acto de mear.
2. Emprender un viaje, una aventura, implica en primer lugar, pensar que llevaremos con nosotros, más cuando ese viaje se aventura en lo exploratorio, lo desconocido. Bagayos, recuerdos, talismanes, víveres, entran en este arco de la prevención. Sin embargo, nadie decide cargar un baño. Mear es una necesidad que no necesita de una tecnología particular. Un árbol, una zaguán oscuro, un vehiculo en correcta posición alcanzan. Se mea sin prejuicios, en la calle, donde venga.
Entonces, emprender un viaje cargando un baño es realmente cargar los prejuicios, aquellos a los que se enfrentaba el desprejuiciado “meo donde puedo”, un desprejuicio que olvida, niega, el “donde” se atraviesa: un que me importa lo tuyo, tomá, lo meo.
El meo como insulto, el desprecio por el lugar que se atraviesa. Cargar un baño es cargar los prejuicios, y exponerlos, ponerlos en tela de juicio, y sobretodo, es un modo de cuidar del otro, de decirle me importa no mearte encima.

3. Si la ciudad es nuestra casa, el baño es su habitación silenciada. Como en una gran vivienda, el mobiliario urbano va dando un lugar para cada uno, para cada actividad sus recursos, para cada categoría social un prejuicio. Juegos infantiles, canchas de bochas o de futbol, parrillas públicas, cisnes enamoradizos, zaguanes y villas cariños para después. Y así y todo, el baño público sigue siendo un dispositivo arcaico, en desuso, oculto y olvidado. Por ello el baño siempre se dispuso “afuera”, en el fondo, el patio.
Paradójicamente, el baño público es el quid de la cosa pública, es disponerse con el otro en el espacio más íntimo. El baño siempre fue el lugar de lo privado. Algo de lo oculto y lo escatológico. Pero también de lo íntimo. Por eso, algo de lo siniestro: es lo más propio y más bajo.

4. Baño, sexualidad. Y alteridad. “La tetera”, ese lugar dislocado, de los no nombrados, donde las fronteras y los fluidos se cruzan, las identidades desaparecen, las sexualidades permanecen indisciplinadas. Así lo señala Flavio Rapisardi en un excelente “Fiestas, baños, y exilios”, en el que dibuja ese desplazamiento que va de la Tetera como el reducto público donde liberar la sexualidad de una represión social, tejiendo códigos y vínculos, hilvanando una resistencia; a esta actualidad de “out of closet” de chico bonitos y educados que gustan de otros chicos bonitos y educados: el disciplinamiento de “la loca” a costa de la exclusión de todo aquello del orden de la sexualidad que no cuaje en el eterno pero adocenado para masculino/femenino.

5. Pensando en el mito de Prometeo, Freud, hace un juego que si lo hilásemos a la tragedia de la Cultura, vendría a decirnos algo así como que el hombre dominó el fuego, Prometeo se lo robó a los dioses, cuando pudo dominar un instinto primitivo: el de mear sobre él, Prometeo roba el fuego en la punta un falo-antorcha que como los sueños representa su espejo, el agua que apaga el fuego. Un poco como el dicho popular que señala que quien juega con fuego se hace pis en la cama, ese deslizamiento que va del pis a l fuego, del fuego al falo, del falo a la procreación: mear el fuego es el gesto homosexual de confrontar dos falos.
Dominar ese instinto es ganarles a los dioses. Dominar ese instinto nos abre a la cultura (por eso ella será siempre la huella de algo olvidado, de una represión arcaica). Dominar ese instinto es ganar el hogar. Los hombres dejan el fuego a las mujeres, quienes no pueden mear sobre él, condenadas anatómicamente a cuidar del hogar. La mujer recibe el fuego, el falo, el hogar. El hombre sale a ciudad con su falo, buscando donde apuntar.

6. Mear la ciudad, entonces. La ciudad como ese otro fuego, lo que nos llama a ser meado. La ciudad como ese otro falo. Decidir no mearla, hacerlo en lo público pero a escondidas, pequeño gesto de resistencia frente a esos “desprejuiciados” cuyo único vínculo es con su propio falo.

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