EL TÚNEL
1. Renán pensaba
que toda Nación se yergue sobre el olvido de una lengua primitiva, los linajes
arcaicos y la sangre de su fundación. Ese pacto de silencio fundacional abre en
la historia a la posibilidad del relato, de una narración comunitaria. La Nación es una palabra
colectiva que nace del silencio.
Nuestras ciudades
están hechas de capas de silencios, que se transvisten en las sintomáticas
palabras de sus leyendas urbanas. Las ciudades son palimpsestos balbuceantes
sobre los que escribimos diaria y renovadamente ese relato ancestral de lo indecible. Así algunas
de sus historias son comunes: lloronas, fosas clandestinas, enanitos verdes;
otras son características de un lugar: masones, contiendas, tortas, hormigas y
túneles.
2. Alrededor de estas
leyendas, una trouppe de científicos de barrio, refutadores de medio pelo que se
empeñan en demostrar la falsedad de esas historias. Absurda y obstinadamente excavan,
trepan, planifican y reconstruyen la “verdadera” naturaleza de la ciudad.
El relato
desencantador se impone. El bus tour que pasea ahora por el eje histórico
reinserta a San Martín en el monumento de su plaza, reniega de la masonería de
la matemática urbana, vilipendia los cuernitos en las fuentes. Los arqueólogos
descubren los misteriosos túneles como viejos depósitos, la luz vuelve a
penetrar desemsombreciendo a los fantasmas que nuestra imaginacion hacia vagar
en ellos. Hasta José de Ser se vuelve un personaje kitsch.
3. También la sociología,
o mejor, cierto pensamiento social pensaba al sujeto como una cebolla,
constituida por sucesivas capas que se superponían unas sobre otras. Personas,
mascaras. La del docente, la del empleado, la del esposo, la del ciudadano. El
mundo social era pensado así como un gran teatro que atravesamos como intérpretes
enmascarados, actores de un libreto social más allá y más acá de nuestro mundo
de vida.
El reclamo de “autenticidad”,
de mostrarnos “tal cual somos”, transparentes, que caracteriza a la modernidad
tardía juega el mismo efecto que el de los refutadotes urbanos: deja al
descubierto que debajo de esas máscaras, que más allá de nuestros relatos
fantasmales, no hay nada. Una realidad inocua.
Son ateos
intentando demostrar la inexistencia de Dios a ciegos creyentes. La inútil
soberbia del ateo. Inútil, pues no se trata de demostrar si Dios existe, sino
de preguntarse porque creemos en él.
Entonces no se
trata solo de saber que “verdad” se oculta debajo de esos relatos, en todo caso
se trata de saber cual máscara y porque. ¿Por qué la ciudad ha necesitado y
reproducido esos mitos de masones y míticos orígenes? Pues si decimos que
detrás de esos relatos no hay nada, entonces ¿Qué nos dicen esas narraciones? ¿De
que nos hablan transfiguradamente?
La ciudad sin
historia reniega de sus próceres, la ciudad racional se inviste de misticismo,
la ciudad plano se llena de oscuros túneles, la capital administrativa de pone
el disfraz universitario, la ciudad cuadrante se aferra a sus fronteras,
agradece al tapón Iraola y silencia su periferia olvidada, la cuidad se aferra
a sus tilos y angosta sus bulevares.
4. Pero ya no hay
vuelta atrás, una vez que nuestros fantasmas han sido exorcizados, que nos
quedamos sin relatos, solo en el mundo, no podemos volver a creer en ellos. Y
sin embargo la ciudad no es su cemento, sus noveles torres de durlock, su gris
administración. La ciudad son sus relatos, sus historias míticas. La ciudad
contada y la ciudad real conviven.
Biografías y
linajes, ciudades y naciones, grupos y organizaciones, son todos actos de
palabra, de una palabra incontinente, irrefrenable, que dice todo para no decir
lo más importante: el silencio de lo olvidable. El malestar en la cultura es el
síntoma de ese silencio y son los restos y residuos nmémicos que el lector de
la ciudad, sociólogo o antropólogo, paseante o poeta, recoge como un cartonero.
Recoger, reciclar y devolver como una gran vindicación de los olvidos, ese es
el antiguo oficio del urbanita.
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