12 de junio de 2011

EMEME HENDERSON

CIUDAD DE POBRES CORAZONES

HENDERSON
Patrimonio urbano y autogestión


1. En sus “Trucos del Oficio”, Howard Becker narra el proceso por el cual un conjunto de antropólogos franceses en la selva de Boa Boa, Brasil, trabajan sobre la tierra, tomando porciones de ella con la mano izquierda y poniéndolos dentro de una caja clasificadora codificada con la derecha. En este gesto, que va de una mano a la otra, la tierra del Brasil se transforma en otra cosa, con propiedades, colores, características diferentes. Iguales pero diferentes. En la mano izquierda es tierra, en la derecha es una determinada especie de tierra, definida, clasificada.


Claro que la tierra, en sus propiedades de suciedad, fertilidad, simbólica e indefinida, no es la tierra de la mano de derecha, sino la de la izquierda. Pero esto solo lo podemos pensar si la mano izquierda a realizado ese gesto de “ir hacia” la derecha. He ahí la tragedia y la potencia del pensar.

Algo parecido sucede en el pensamiento social. Si toda ley o reglamentación que las sociedades construyen son intentos inútiles de atrapar la arena con las manos (o la tierra de Brasil), es también verdad que solo a través de ese gesto es que podemos pensar.

2. Desde hace ya 10 años, paso diariamente por el frente de la Casa de Estudiantes Universitarios de Henderson, en la calle 48 entre 14 y 15. La propiedad es desde 1972 gestionada por el Centro de Estudiantes de esa ciudad y ha albergado hasta 40 residentes en alrededor de 16 cuartos. Su frente de dos plantas coronada por un balcón  y un abovedado de ladrillo que evocan tiempos en que la albañilería era un oficio, no se parece a otras tendencias arquitectónicas de la ciudad.
Es una cuadra oscura que acentuada por el descuido de ese edificio, su fachada desgastada, y la soledad de una zona que vive de 8 a 14, colmada por estudios y comercios del rubro. Su decadencia edilicia, obra del tiempo y las condiciones de mantenimiento, revela el tiempo de la ciudad. Enfrentada al fastuoso edificio de los Tribunales de la provincia, la casa pareciera contextualizar su historia: de un lado la ley, del otro el hervidero social.

Pasar por el frente de la casa y no voltear es casi imposible, hay cierto refreno voyeuristico en asomarse a la ventana abierta. La casa tiene siempre sus ventanas abiertas, tras sus postigos oxidados por donde se asoman siempre tres o cuatro estudiantes, en cuero si es verano, y con una cerveza o una pava de mate, bajo una lamparita que cuelga del techo, sobre una mesa de madera que parece tener tantos años como la casa. Uno imagina las ansiedades, excesos, miedos, amores y confabulaciones que se habrán tallado ese tablero.

3. Las discusiones y efectos del Código de Ordenamiento Urbano de la ciudad tienen también ese efecto de ayudarnos a pensar. El código es un intento (fallido) por tipificar lo social, su crecimiento, su desenvolvimiento. Un intento por predecirlo y al mismo tiempo disciplinarlo. La ley es la estructura sobre la que se emplaza el fluir de lo social, al mismo tiempo que ese fluir sacude las estructuras, las amplía, las retuerce.

En este sentido, el debate sobre el Código abre a la pregunta por la ciudad, por los usos de la ciudad, por los criterios acerca de su función como escenario de nuestras vidas. El código abre a pensar el cómo crecen nuestras comunidades, ante la imposibilidad de no poder no pensar su crecimiento. Qué criterios deben regir ese crecimiento, el inmobiliario, el político, el social. Qué necesidades debemos privilegiar, qué deseos debemos fortalecer. ¿Son incompatibles las distintas necesidades, deseo, codicias y esperanzas?

En la calle 15 y 44 había una gran pintada de la Municipalidad que decía: “la ciudad es el frente de su casa”. Esta afirmación tenía lógicamente, una potencia inusitada. Pensada, en principio, como llamado del municipio al frentista a cuidar ese espacio público/privado que es la fachada, la pregunta se nos increpaba desde nuestro lugar individual, de propietarios, en relación a las fronteras entre lo público y lo privado.

Pero estas dimensiones, tan claras conceptualmente, se diluyen en la urbe: no hay fronteras claras en la ciudad moderna, ¿De quien es el espacio público? ¿Quien lo usa? ¿Quién lo cuida? ¿De quien la vereda? ¿Es pública? ¿Es del frentista? ¿De quien es el frente?

Pero también, al mismo tiempo, pensando desde la posición del paseante urbano, la idea de que “la ciudad es el frente de su casa” abría a un conjunto de preguntas nunca menores: ¿tengo yo derecho, como ciudadano, como habitante de la ciudad, sobre el frente de tu casa, sobre tu vereda, tu fachada? ¿Es esa fachada parte de “mi” patrimonio como habitante de una ciudad?

4. La fiebre constructiva que de desató desde la aprobación del nuevo código de construcción de la ciudad va dejando sus marcas. En la calle 48 alrededor de donde yo vivo, hay al menos 6 edificios en construcción. Al lado, en la casa de, donde antes había un sótano (deliciosa historia en la que al parecer un día caminando se rompe una pinotea y aparece ese sótano desconocido) en el que los transeúntes atentos podían por las tardes escuchar los ritmos y taconeos de las clases de Flamenco. Enfrente, donde vivía Don Miguel, un viejito medio chupi tejí de quien se cuentan todavía sus cenas de fin de año, con la mesa en la vereda, y que tuvo que ser evacuado de la casa por sus sobrinos en la imagen de soledad más cruel: un día se cayó y estuvo tres días en el piso. A la vuelta sobre la calle 15, en una propiedad horizontal donde, hace ya unos años, vivieron Anita y Rubén, dos compañeros de la carrera, los primeros en casarse, en tener familia, en invitar en ese típico patiecito de baldosa de calcáreo unos asaditos hechos sobre una chapa galvanizada.

Y así podríamos seguir. No es este el barrio donde me crié, no es tampoco este en el que construí mi mundo de vida profesional y burguesa. Y sin embargo está plagado de historias que hoy son vacíos. Pozos de futuras torres de durlock.

Hay un gran error en pensar la modernidad como “la era del vacío” (no lugares, liquidez, etc.). Si bien estas son imágenes que ayudan a pensar, en lo social, como en la política, el vacío no existe: siempre es ocupado por otras fuerzas. Una casa es una espacio habitado por historias, un terreno baldío es una espacio vacío de historias donde su significado por lo tanto se completa con la abstracción de su potencia: ni siquiera una mercancía por su valor incorporado sino por su valor futuro: unidades funcionales que caben en el.

La unidad funcional es así la medida de cambio en la ciudad abstracta del código de construcción de la ciudad.

5. El pozo que realizó la empresa constructora en el terreno lindero movió la bases de la Casa de los Estudiantes de Henderson. La movió en muchos sentidos. Por un lado, provocó una grieta por la que comenzó a filtrarse el gas, y con el gas se filtraron también los intereses del Intendente, quien venía desde hace un tiempo con un proyecto de vender la casa para la construcción de un edificio y compensar a los estudiantes con un plan de becas de alquiler. La idea no está mal y recuerda a Henry Ford cuando decía que su ética era tener los mejores salarios con trabajadores que compraran sus autos. Es la ética del “patrón de estancia” (metáfora más acorde a la historia de Henderson), que pagaba con los vales para que los trabajadores gasten en su propia pulpería. El intendente les da la beca para que alquiles en el edificio en que antes vivían.

En este marco, el Municipio cortó el gas y va por el corte de la luz del edifico del CEUH, como forma “apretar” a los siete estudiantes que empecinadamente continúan estudiando, trabajando, luchando, en el lugar.

De esta manera, los estudiantes comienzan a realizar una serie de actividades y gestiones que van desde la producción del sustento diario (en su revista “Yerba Mate” narrar por ejemplo como cocinar un puchero sin gas ni electricidad) hasta las gestiones políticas con diferentes organismos públicos municipales, provinciales y nacionales.

6. Del 2001 en adelante hubo un resurgir de las organizaciones sociales populares, etc. Esta emergencia vino acompañada con la idea que ellas se hacían cargo de cosas que el Estado había abandonado.

Hay una trampa en esta idea que la sociedad se hace cargo de cosas que el estado no cumple. Por un lado, la trampa del soporte: las organizaciones terminan “gestionando” la pobreza (planes, cajas, etc.); por otro lado, pensar que el Estado es el responsable de todo lo que sucede en una sociedad: ¿debe, por ejemplo, el estado hacerse cargo de la cultura? ¿En que términos? ¿En que medida? ¿Con que condiciones?

En esta tensión, el Estado Municipal de La Plata, cuenta con un plus: la estructura de autogestión instalada en el saber popular de gran parte de la población de la ciudad: ciudad de empleados públicos entrenados en el uso del “atar con alambre” los vacíos de las gestiones municipales y provinciales, ciudad de estudiantes universitarios acostumbrados, como decía Pity, “a lo artesanal”, al “pozo común”, a la “fiesta contribución”

 La Casa de Henderson se juega así sobre dos planos: por un lado es parte del patrimonio histórico de la ciudad, entendido ese patrimonio como fachada de mi barrio, como sostén de mis historias, como punto de orientación identitaria en este ser platense. Por otro lado, ese patrimonio guarda no solo una huella de la historia en la ciudad, sino una huella de la ciudad en la historia: son las tramas de relaciones, historias de autogestión, de hacerse ciudadano, de trazar entre el ser hendersoniano y ser platense, esa cruza de disciplinas, de sexos, de estudios, ocios, trabajas, amores que se albergan en la casa del estudiante la que dan valor al edificio.

Como digo un amigo “las instituciones no son los edificios”, sino las vidas que dan forma a esas instituciones. O como me dijo una vez la madre de un compañeros de estudios de Junín, “no hay educación universitaria posible sin la experiencia de la ciudad”, no recuerdo bien si estas eran las palabras exactas, pero no importa, lo interesante es que no hay universidad sin ese magma decadente de la autogestión estudiantil como tampoco hay ciudad posible sin la potencia contradictoria y candente de una sociedad que tense los limites.

Hoy la universidad, y la ciudad, se está quedando sin ese magma: los centros de estudiantes perdieron ese rol socializador, de mezclas de identidades, de emplazadores de los habitantes en la ciudad. Se han recauchutado en bares y boliches. SU desaparición va en paralelo con la transformación de los centros barriales en resto, de los centros culturales en albergue de talleres, del Municipio y el Consejo Deliberante en agente inmobiliario, de la universidad en un nuevo servicio de Bienestar Social.











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