29 de septiembre de 2011

DERECHOS HUMANOS - BANALIDAD


CRÓNICAS DEL JUICIO
- LA BANALIDAD DEL MAL - 


Segunda semana. A. es testigo en la causa que el lunes pasado comenzó  su etapa de debate oral en la ciudad de La Plata y que juzga las responsabilidades de 26 represores en los delitos de lesa humanidad cometidos en seis  Centros Clandestinos de Detención del denominado Circuito Camps durante la época del Terrorismo de Estado.

A. estuvo el lunes pasado en la primera audiencia, pero tuvo que retirarse antes de lo que hubiese querido. “Pasa que yo somatizo mucho, y me dio como un sofocón, me entró a faltar el aire” se explicaba. “Me pasó que vi a esos viejitos, quería verles las caras, y estaban tan hechos mierda, con tubos para respirar, en sillas de ruedas, pero ¿ellos están en sus casas? Me hicieron acordar a mi papa en los últimos meses.” El padre de A. también estuvo secuestrado con ella en estos CCD, pero hoy no puede traer su testimonio al juicio.

Ya me lo había dicho de otra manera uno de los actores de esta escena, “va a ser una carnicería, más de la mitad están hechos mierda de viejos y el resto con enfermedades terminales”.

Sabemos que llegamos a esta instancia porque la represión se construyó justamente como impunidad, y que si hoy llegan así de “hechos mierda”, también sus víctimas llegan sin ver la justicia deseada y merecida. 


Banalidad. Estas primeras audiencias del juicio nos enfrentan claramente con este escenario. Los represores, “hechos mierda”, tienen que sentarse allí enfrente y escuchar las aberraciones que, con voz apurada y monocorde, leen de los autos de elevación los secretarios. Es una nueva puesta en escena de la “banalidad del mal”. Y eso es una espina que molesta.

La banalidad del mal no está en la tensión entre la fragilidad de “esos viejitos” y las atrocidades que se escuchan en la lectura. Esa fue la relectura de Arendt que hizo Borges en cuando asistió el testimonio de Víctor Bazterra en el Juicio a las Juntas. En la crónica de esa audiencia para la agencia EFE, llamada “Lunes, 22 de julio de 1985”, Borges señala que “Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos.”

“De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. (…) Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.”

La banalidad no es un atributo del mal, sino parte de un proceso, el de banalización. El mal no es banal, pero el mal banaliza y se banaliza. Esa banalización encuentra su índice entonces en el tono apresurado y monocorde con el que los delitos son relatados en la voz de los secretarios. No hay banalidad del mal en Etchecolatz, o en el “Señor de ese Infierno”, y mucho menos inocencia, ellos “son” el mal, convencido, apasionado, cínico, perverso.

Anestesia. La banalidad no se encuentra allí sino en el efecto de ese mal, la banalización. Se encuentra en el tono monocorde de los sobrevivientes, de los secretarios, de los asistentes al juicio.
La banalidad no se encuentra en Etchecolatz sino en el que participó como un engranaje del Plan Sistemático de represión y exterminio simplemente como una pieza más, movido solo por el cumplimiento de su tarea, de la rutina. Motivado por el sostén de su estima: hacer bien las cosas. Esta es la gran pregunta, ¿Cómo es posible que sujetos morales (pues si no estaban convencidos del exterminio entonces en algún lugar debía ponerse el sentido moral de la vida) suspenda el juicio moral y participen del exterminio?.
La banalización hala del anestesiamiento ante el sufrimiento ajeno que provoca la rutina del dolor. Ese es así uno de los más fuertes efectos que nos legó el Terrorismo de Estado. Porque frente a tremendo e indescriptible dolor, no hay nada de que quejarse. Frente al muerto el sobreviviente es mandado al silencio. Y como dice el dicho, todos somos sobrevivientes.
¿Cómo salir de ese silencio? Silencio que no es impunidad, o no solo eso. Silencio como anestesiamiento ante el sufrimiento del otro, singular, social. Ese es el gran desafío.

No hay comentarios: