CIUDAD DE POBRES CORAZONES
PAPELITOS
I.- La
ciudad se presenta ante nosotros como una experiencia uniforme, un bloque
compacto, una superficie unívoca. Es el real concreto, ahí, ahora. La ciudad,
como la multitud, aborrece la diferencia, aleja lo diverso a sus bordes, lo
distinto. O al menos, asi esperamos que sea. Necesitamos previsibilidad. Sin
fisuras que nos pongan ante situaciones desconocidas, ante peligros
innecesarios. Siempre igual, y si es posible, igual a nosotros.
II.-
De los oficios terrestres, el del volatero o panfletista es uno de los mas
antiguos y persistentes. Hijo fariseo del bardo y mucho menos simpático que el
hombre sándwich, el repartidor de panfletos acecha nuestro andar desentrañando
el secreto de la red: circulamos para consumir. Su figura es así centro y sostén
del capitalismo comercial.
Combina
lo arcaico del cuchicheo y el mano en mano, con lo moderno del publicista y el delivery. Primo lumpen de la promotora,
su falta de glamour, eminentemente urbana, le ha convertido en la pingue salida
laboral del buscavidas. Hijo necesitado del lustrabotas y el músico callejero,
no puede enarbolar la resistencia digna del oficio, del arte ni del
cuentapropismo.
Son
los que ensucian la ciudad, porque la ciudad los considera basura. Ultimo
escalón de la cadena de valor.
III.-
Y de entre esta estofa, emerge una más baja aun. Los cruzamos en los alrededor
de Florida y Corrientes, sigilosos como detectives, nos miran a los ojos, nos
extienden la mano en un rápido movimiento de chasquido de dedos que atrapa
nuestra atención y nos enchufan el
teléfono de un privado coronado con un culo en blanco y negro
ginecológico y visceral.
No
ensucian, nos compelen la repugnancia final de la gran ciudad. Ultimo umbral
del sistema productivo, el circuito de venta de personas; el borde mismo de ese
sistema, que se despoja incluso de algún tinte pintoresco con que el tango y el
arrabal supieron encubrir al cafishio. Ellos llevan sobre sus hombros ese
último límite de los oficios terrestres y de nuestra tolerancia urbana.
IV.-
Y sin embargo, hay algo en esto excluidos, fiolos de tercera, que los redime.
Tuve esa intuición, observando a uno de ellos pegando sus figuritas porno en un
poste de luz, buscando un huequito entre dos chapas de una obra en construcción
para calzar sus bizarras estampitas, y sentí que esa mano estaba develando un
gran secreto: la experiencia sensible de la ciudad. Esos dedos, hurgando la
chapa, reconociendo la aspereza o grasitud de un poste, redescubrían ante mis
ojos las fisuras, repliegues y suciedades de la experiencia urbana. Su
imprevisibilidad, que mi andar desentendido y necesitado de certidumbres había
olvidado, sacudiendo nuestros tranquilos y reconfortantes esquemas de
percepción.
La ciudad se presenta ante nosotros como una
experiencia uniforme. Pero toda ella late de un magma ardiente que pugna por
rebalsar, toda ella se astilla en miles de fisuras, se esconde en huequitos, se
desliza y se pringa en sus propias grasitudes. O al menos, así esperamos que
sea.
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