La
ciudad y sus devotos
A raiz del cierre del Parlamento, recupero
esta nota de Ememe de cuando cerró el Costa Azul
CAFETINES
1. La ciudad concentra sus servicios y sus
servidores. Y como un trompo enloquecido los va arrojando hacia los márgenes,
por fuera de sus fronteras. Pero ellos, empecinados, pugnan por regresar al
centro. Cartoneros, trapitos, habitantes acomodados de los suburbios green
life. Ineluctablemente todos vuelven a la ciudad, a saquearla, a lucirse: no se
vive en un suburbio si no hay un centro al que referir.
Pero
entre estos devotos hay una especie particular. Que nunca huyó. Es el habitante
del café. Compulsivo bebedor de lágrimas y americanos, alimentado a tostado y
café con leche, de manos curtidas por la Olivetti y ambo Natalio Ruiz.
Personaje meditabundo, que huye continuamente de sus responsabilidades, el
despacho, la facultad, la oficina, el hogar; a la búsqueda del preciado
alimento de sus días: el tiempo… el café diario.
2. Del candor de minguito al patetismo de
Sandoval (el Francella del secreto de sus ojos). El café es cortado, pues corta
el tiempo. El bar se abre como un paréntesis en la rutina del empleado, el
profesional, el comerciante, el estudiante. Pero en ese abrirse en la rutina,
despoja a los sujetos de toda identificación: ninguno está allí por lo que es
más allá de un-bebedor-de-café.
A
mitad de camino entre el dandy del fernet y el polaco Goyeneche, el cafetista
se inscribe en un largo linaje, descendiente de los pubs, donde los obreros
ingleses amasaban una sociabilidad de naciente sindicalismo, bolsa de trabajo y
apuestas. Heredero de pulperías y clubes vecinales.
El
club del barrio fue su ultimo refugio, hoy directamente colonizados por una
bohemia vintage (pero que de ella hablen los expertos de la “Militancia
Light”).
Capital
social en estado puro, allí se reconstruyen linajes subalternos de amigos de
amigos y mundos como pañuelo. Es la versión careta del corrillo de barrio,
indefectiblemente orientado a la calumnia; y el hijo desclasado de la casuerie
del Club Progreso, donde la relación es alcurnia y tilinguería: tea party.
3. Dotado en las artes del hablar sin
dialogar, el habitante del café es el último eslabón del taxista, su versión
sedentaria. Pues ya no necesita brindar un servicio para accionar sus funciones
nerviosas. Simplemente está allí, a la espera.
A la
espera de otro igual, pues no hay incautos pasajeros en la mesas de un bar. Hay
reglas claras. Hay hombres solos, café como permanencia, diario para abrir el
comentario, un barman acendrado en las artes de la atención flotante y el
asentimiento superfluo.
El
café es una medida de tiempo exacto. Da la excusa para el estar pero se termina
cuando es necesario huir. Porque el habitante del café siempre está de paso, es
esta habilidad de su impermanencia la que lo vuelve accesible.
Así,
la pausa se vuelve un fin, abriendo un espacio no esperado ni esperable, donde
sujetos sin tiempo y sin historia se reúnen a opinar por opinar. Es la argamasa
de la sociabilidad pura la que se aprieta entre tufos de grano quemado y
colillas húmedas.
1 comentario:
Triste realidad que avasalla una ciudad tan bonita... Y por lo que ví extendida por todo el país.
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