I.- “El día que un empleado de la Secretaria
atraviese capuchita llevando un tupper con un huevo duro, ese día habremos perdido
la batalla”. Así nos dijo en una entrevista hace mucho tiempo una ex
detenida de la ESMA, con mucha militancia política y académica. No enunció la
ironía con dureza combativa, sino más bien con la tristeza de una certidumbre.
Es que los procesos de
“recuperación/construcción” de los espacios de memoria en los lugares que
funcionaron como campos de concentración de la dictadura cívico militar se
tensan todo el tiempo entre el peligro de la monumentalización hueca, la
rutinización de la memoria, la sacralización de los espacios.
“La
ESMA es el CCD emblemático de la Argentina”. Ya se ha discutido esto, pero
reseñemos al menos: primero, ¿puede un centro clandestino ser “emblemático”?;
segundo, ¿fue la ESMA un caso “modelo”? Más bien, no. Atendiendo a su
funcionamiento, al trabajo esclavo (que superó el mero sostén cotidiano del CCD),
al proyecto político (no de la dictadura, sino proyecto endógeno de la Marina
de Massera), al modo de operar de la patota, a la organización económica del
robo, a la maternidad clandestina. Más bien parece que la ESMA fue un caso
excepcional.
Y si el centro clandestino fue distinto,
también el proceso de construcción del Espacio de Memoria de la Ex Esma lo es: ocupado
el predio por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el Archivo
Nacional de la Memoria, el Instituto Espacio para la Memoria, el Gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires, Madres, Abuelas, Hijos, Encuentro, Paka Paka, UNESCO,
la Universidad de Buenos Aires y La Plata, etc…
El espacio fue reapropiado de un modo muy
particular. Colonizado institucionalmente. Y sin embargo, el espacio sigue
guardando un secreto, una sensación de horror que roza la piel de quienes allí
concurren. Por eso también, el “asadito” institucional que el Ministro de
Justicia organizó para un lejano fin de año se parece más al huevo del comienzo
que a un gesto de resignificación.
II.- En
general decimos que los centros clandestinos de detención contradicen el
imaginario social que los representa como el mal “oculto”. Los CCD funcionaban
en el centro de las ciudades y los barrios, en comisarías y dependencias militares.
Muchas de ellas seguían atendiendo rutinariamente a la ciudadanía al tiempo que
se torturaba y asesinaba.
Esta característica de los campos de
concentración de la Dictadura es fundamental para comprender los efectos que
generó. Al igual que en la categoría “desaparecido”, la dimensión de
visible/invisible, dicho-no dicho, del mal inscripto en el espacio cotidiano,
es el desencadenante del efecto “siniestro” constitutivo de la marca del
terrorismo.
Lo “siniestro” es un concepto que alude al
modo en que el trauma deja huella en la subjetividad individual y colectiva. En
cierta medida, lo siniestro es la otra cara de la banalización del mal. Cuando
Hannah Arendt refiere a la banalidad como instrumento conceptual para pensar el
testimonio de Adolf Eichman en el juicio que se pronunció sobre su rol como
responsable de la deportación a Auschwitz de judíos, quiere pensar el acto no
como “mal radical” sino como “rutinización” del mismo. El problema que Arendt
devela es que Eichman no es la corporización del Demonio (mal radical), sino
simplemente alguien que quiere hacer bien su trabajo[1]. Alguien
“que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario”, alguien “terriblemente
y temiblemente normal”, y que sin embargo “fuese totalmente incapaz de distinguir
el bien del mal”.
El mal radical es el otro total. Externo e
identificable. La Banalización es la incorporación de ese mal a la rutina
cotidiana a través del ocultamiento y impersonalidad que genera la
racionalización. Y lo siniestro es esa ubicuidad, el síntoma del mal
innombrable que puja por develarse. Eso es el desaparecido. Un muerto sin
duelo, sin tumba, una ausencia imposible de ubicar, de colocar en tierra, en tiempo.
Eso es el CCD, un agujero negro en la esquina del barrio.
Por eso, recuperar un CCD no puede hacerse
desde el gesto colonizador. Ocupar. Los CCD no se ocupan ni se recuperan,
porque cuando creemos tomarlos (comprenderlos) ellos se corren un poco más allá.
Se vuelven a “vaciar”. Y de ahí la verdadera paradoja del “asadito
ministerial”.
III.- “Este
domingo viene Cesar y vamos a comer un asadito a la quinta”. Así nos decían
los sobrevivientes del Monte Peloni, y
ese asadito no tenía gusto a “huevo duro”.
El Monte Peloni es un lugar diferente. El
Monte Peloni si es un espacio oculto. A 15 kilómetros de la ciudad de
Olavarría, en medio de un monte de difícil acceso, sin vecinos, este viejo
caserón originalmente de la familia Peloni expropiado por el ejército en el año
68 para la puesta en funcionamiento de un vivac de entrenamiento. Aquí fueron
detenidos ilegalmente alrededor de 21 militantes de la ciudad en 1977.
El proceso de recuperación del Monte Peloni y
su transformación en un espacio de memoria viene siendo muy distinto a los
otros. El sello distintivo es el protagonismo que los sobrevivientes y sus familiares,
acompañados en diferentes momentos por diversas instituciones y organizaciones
públicas y privadas.
Ese proceso de acompañamiento se fue
cimentando en dos piedras basales. En primer lugar, en los largos tiempos en
que fue elaborándose la reflexión y el proyecto sobre el lugar. Un proyecto no
es solo un documento que señala objetivos, medios, recursos y necesidades. Un
proyecto es principalmente el producto de proyectar: de lanzar algo propio,
intimo, hacia delante, a un tiempo futuro.
En ese gesto de proyectar, la apropiación se
traduce en una manera de habitar: poner lo propio en el espacio. Los organismos
de Olavarría no se han apropiado del Monte, lo habitan. En ese habitar redimen
el aura siniestra sin necesidad de realizar gestos de resignificación, pues es
su propia práctica en acto la que significa.
En segundo lugar, la ternura. Esa herramienta
que redime el horror y que Fernando Ulloa supo inscribir en el cruce de la
empatía y la mirada atenta. El Monte, en este sentido, no fue apropiado: se va
al Monte a tomar unos mates, a compartir un rato con doscientos pibes de las
escuelas de Olavarría, a comer un asadito. Es un espacio para reflexionar
vivencialmente. Para habitar. Habitar la memoria.
[1] Algo
similar pensaba Sarmiento en relación a Rosas. En el Facundo, Sarmiento alude a
la imagen del gaucho no como un problema (cosa que deja en claro en las cartas
con López, para el bandido la violencia paramilitar). El problema del Facundo
es que Rosas es la violencia pre estatal organizada racionalmente: mientras a
Facundo se le hincha una vena, Rosas firma una sentencia de muerte.
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