3 de septiembre de 2014

VIÑETAS HACIA EL JUICIO DE MONTE PELONI II



I.- El día que un empleado de la Secretaria atraviese capuchita llevando un tupper con un huevo duro, ese día habremos perdido la batalla”. Así nos dijo en una entrevista hace mucho tiempo una ex detenida de la ESMA, con mucha militancia política y académica. No enunció la ironía con dureza combativa, sino más bien con la tristeza de una certidumbre.

Es que los procesos de “recuperación/construcción” de los espacios de memoria en los lugares que funcionaron como campos de concentración de la dictadura cívico militar se tensan todo el tiempo entre el peligro de la monumentalización hueca, la rutinización de la memoria, la sacralización de los espacios.

La ESMA es el CCD emblemático de la Argentina”. Ya se ha discutido esto, pero reseñemos al menos: primero, ¿puede un centro clandestino ser “emblemático”?; segundo, ¿fue la ESMA un caso “modelo”? Más bien, no. Atendiendo a su funcionamiento, al trabajo esclavo (que superó el mero sostén cotidiano del CCD), al proyecto político (no de la dictadura, sino proyecto endógeno de la Marina de Massera), al modo de operar de la patota, a la organización económica del robo, a la maternidad clandestina. Más bien parece que la ESMA fue un caso excepcional.
Y si el centro clandestino fue distinto, también el proceso de construcción del Espacio de Memoria de la Ex Esma lo es: ocupado el predio por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el Archivo Nacional de la Memoria, el Instituto Espacio para la Memoria, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Madres, Abuelas, Hijos, Encuentro, Paka Paka, UNESCO, la Universidad de Buenos Aires y La Plata, etc…
El espacio fue reapropiado de un modo muy particular. Colonizado institucionalmente. Y sin embargo, el espacio sigue guardando un secreto, una sensación de horror que roza la piel de quienes allí concurren. Por eso también, el “asadito” institucional que el Ministro de Justicia organizó para un lejano fin de año se parece más al huevo del comienzo que a un gesto de resignificación.

II.- En general decimos que los centros clandestinos de detención contradicen el imaginario social que los representa como el mal “oculto”. Los CCD funcionaban en el centro de las ciudades y los barrios, en comisarías y dependencias militares. Muchas de ellas seguían atendiendo rutinariamente a la ciudadanía al tiempo que se torturaba y asesinaba.
Esta característica de los campos de concentración de la Dictadura es fundamental para comprender los efectos que generó. Al igual que en la categoría “desaparecido”, la dimensión de visible/invisible, dicho-no dicho, del mal inscripto en el espacio cotidiano, es el desencadenante del efecto “siniestro” constitutivo de la marca del terrorismo.
Lo “siniestro” es un concepto que alude al modo en que el trauma deja huella en la subjetividad individual y colectiva. En cierta medida, lo siniestro es la otra cara de la banalización del mal. Cuando Hannah Arendt refiere a la banalidad como instrumento conceptual para pensar el testimonio de Adolf Eichman en el juicio que se pronunció sobre su rol como responsable de la deportación a Auschwitz de judíos, quiere pensar el acto no como “mal radical” sino como “rutinización” del mismo. El problema que Arendt devela es que Eichman no es la corporización del Demonio (mal radical), sino simplemente alguien que quiere hacer bien su trabajo[1]. Alguien “que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario”, alguien “terriblemente y temiblemente normal”, y que sin embargo “fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal”.
El mal radical es el otro total. Externo e identificable. La Banalización es la incorporación de ese mal a la rutina cotidiana a través del ocultamiento y impersonalidad que genera la racionalización. Y lo siniestro es esa ubicuidad, el síntoma del mal innombrable que puja por develarse. Eso es el desaparecido. Un muerto sin duelo, sin tumba, una ausencia imposible de ubicar, de colocar en tierra, en tiempo. Eso es el CCD, un agujero negro en la esquina del barrio.
Por eso, recuperar un CCD no puede hacerse desde el gesto colonizador. Ocupar. Los CCD no se ocupan ni se recuperan, porque cuando creemos tomarlos (comprenderlos) ellos se corren un poco más allá. Se vuelven a “vaciar”. Y de ahí la verdadera paradoja del “asadito ministerial”.

III.- “Este domingo viene Cesar y vamos a comer un asadito a la quinta”. Así nos decían los sobrevivientes del Monte Peloni,  y ese asadito no tenía gusto a “huevo duro”.
El Monte Peloni es un lugar diferente. El Monte Peloni si es un espacio oculto. A 15 kilómetros de la ciudad de Olavarría, en medio de un monte de difícil acceso, sin vecinos, este viejo caserón originalmente de la familia Peloni expropiado por el ejército en el año 68 para la puesta en funcionamiento de un vivac de entrenamiento. Aquí fueron detenidos ilegalmente alrededor de 21 militantes de la ciudad en 1977.
El proceso de recuperación del Monte Peloni y su transformación en un espacio de memoria viene siendo muy distinto a los otros. El sello distintivo es el protagonismo que los sobrevivientes y sus familiares, acompañados en diferentes momentos por diversas instituciones y organizaciones públicas y privadas.
Ese proceso de acompañamiento se fue cimentando en dos piedras basales. En primer lugar, en los largos tiempos en que fue elaborándose la reflexión y el proyecto sobre el lugar. Un proyecto no es solo un documento que señala objetivos, medios, recursos y necesidades. Un proyecto es principalmente el producto de proyectar: de lanzar algo propio, intimo, hacia delante, a un tiempo futuro.
En ese gesto de proyectar, la apropiación se traduce en una manera de habitar: poner lo propio en el espacio. Los organismos de Olavarría no se han apropiado del Monte, lo habitan. En ese habitar redimen el aura siniestra sin necesidad de realizar gestos de resignificación, pues es su propia práctica en acto la que significa.
En segundo lugar, la ternura. Esa herramienta que redime el horror y que Fernando Ulloa supo inscribir en el cruce de la empatía y la mirada atenta. El Monte, en este sentido, no fue apropiado: se va al Monte a tomar unos mates, a compartir un rato con doscientos pibes de las escuelas de Olavarría, a comer un asadito. Es un espacio para reflexionar vivencialmente. Para habitar. Habitar la memoria.


[1] Algo similar pensaba Sarmiento en relación a Rosas. En el Facundo, Sarmiento alude a la imagen del gaucho no como un problema (cosa que deja en claro en las cartas con López, para el bandido la violencia paramilitar). El problema del Facundo es que Rosas es la violencia pre estatal organizada racionalmente: mientras a Facundo se le hincha una vena, Rosas firma una sentencia de muerte.

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