24 de agosto de 2014

EMEME - TAXIS

CIUDAD DE POBRES CORAZONES


1.         El sistema nervioso de las ciudades es su red de taxis. El taxi es a la ciudad lo que la neurona a la materia gris: aislada no sirve para nada, pero interconectada a través de las fibras asfálticas es la vía de circulación de la data urbana. Al igual que la neurona, un taxista aislado es inoperante. Ambos carecen de discernimiento acerca de lo que transmiten. Siempre encendida, la fibra nerviosa no está en condiciones de decidir que es lo que transmite, simplemente reacciona ante las vibraciones más primitivas. De la misma manera, como un adolescente que cuenta su día en tiempo real, tampoco el taxista elige que decir. La “última”, la que nosotros no sabemos es su materia y su único criterio de relevancia.

Pero la fuente de vibraciones primitivas del taxista no es la ciudad. No, la fuente neurotransmisora es la radio. El radio comunicador y la radio estero. Pero como las dos están prendidas al mismo tiempo, ninguna es atendida, y entonces el taxista está siempre malinterpretando los domicilios y las noticias: confunde izquierda con derecha, denuncia encrucijadas y yerra en su derrotero parrafal. La radio es la pasión del tachero porque él es periodista fracasado. Es “hombre del tiempo”, movilero, informe del tránsito, columnista de espectáculos o de realidad local.

2.         Y así como hay tipos fisonómicos de personalidad según sus sistemas nerviosos, hay también clases topológicas de ciudad según su sistema taxímetril. En la ciudad filimorfa, el sistema nervioso está demasiado expuesto a la periferia como para tener paz. Los taxistas son así tipos volubles e irritables. Verdaderos nódulos deformados que reproducen los rumores y los esparcen por toda la ciudad. Son como parroquianos en su propio coche que ven en nosotros a un barman sin estaño al que hay que contarle todo, monologuistas bajo presión que nos cobran sin esmero para retenernos en su fonda un segundo más.
Cuando el sistema nervioso queda sumergido bajo capas lipídicas de transito, la ciudad se vuelven paradójicamente sedentaria. Por un lado, su forma circular vuelve obsoleto el transporte, caminar suele ser más eficiente que cualquier otro medio. Hasta quedarse en casa suele ser una mejor manera de enterarse de los chismes. En la ciudad obesa, las grasas vienen a  buscarnos. En ella los taxistas son de tipo medular, concentran la información urbana como verdaderos agentes de inteligencia, interrogándonos sobre los lugares a los que vamos, a que nos dedicamos, que opinamos de tal o cual minúscula eventualidad. Angurrientos de información, comen todo lo que circula.

3.- Finalmente, las ciudades también se autonomizan de sus sistemas nerviosos. Y así como algunas neuronas (las del corazón, por ejemplo) siguen funcionando separadas de los cuerpos que las contenían, de igual forma hay taxistas que, negando de esta manera ese sentido común que cree que nuestras menesterosas profesiones terminan tras el volante, continúan su profesión habiendo dejado el coche. Y son periodistas, quiosqueros, meseros. La ciudad se va colmando así cocheros parlanchines. ¿Será el destino de la sociología sobrevivir en el taxi? ¿o será nuestro origen redentor?

4.         El sentido del taxista, que es siempre hacia delante, es la vista. Atrofiado su olfato por el hedor del cubículo, indiferente su oído aturdido por su propia voz, al taxista solo le queda mirar. Lo vemos por el espejo retrovisor, su mirada delata la impostura de su cuerpo. Si este último parece indiferente y reconcentrado en el manejo, sus ojos van y vienen, escrutan al pasajero, lo relojean. A pesar de su aparente distracción viene atento a la charla, anota todo lo que se comenta, mide el tiempo de nuestro relato para ver cuando lanzar el panegírico que interferirá en un diálogo que nunca podremos recuperar. Por eso las charlas en un taxi deben ser lo más íntimas posibles, despreocupadas de lo que se devela, pero atentas a no dar pie a una interferencia fatal. Cuando un taxista nos dice “la otra vez un pasajero....” uno imagina las veces que habremos sido violados sin percibirlo.

5.         Si en su evolución el hombre nómada se asentó en un sitio dando comienzo a la civilización, desde el momento en que su asiento se despegó y comenzó a circular nuevamente la humanidad ha logrado la combinación de lo más arcaico y lo más moderno: el taxista. El tachero es sedentarismo en circulación. Combina la imposibilidad de la memoria de los pueblos nómadas con la imposibilidad del cuerpo de las sociedades modernas. En este sentido es la figura complementaria del patovica, que siendo tan dúctil como una maceta, ha desarrollado un cuerpo de Cromagnon. El tachero es un patovica errante. Ambos tipos delatan la atrofia mental de la gran ciudad.

6.         La ciudad moderna padece de Parkinson, porque carece de Parking Zone. La ciudad tiene la presión alta. Su sistema de transporte ha colapsado, porque se deseo de circular se ha dado contra las membranas plasmática de los edificios.
El taxista no trabaja en la calle, trabaja “sobre” la calle, se desplaza sobre ella sin ensuciarse los pies. Observa, pero no toca ni escucha. La ciudad se le presenta como un obstáculo, algo para ser eludido. Por eso cuando el pasajero asciende, el taxista ve en él un peatón usurpando su podio. Un bache que se infiltra en su hábitat y al que hay que rellenar con lo se tenga más a mano: palabras.
La ciudad es un obstáculo porque el taxista no tiene dirección. El taxi carece de sentido (como otros transportes). En sí mismo solo circula. Y, enajenado de sentido, la ciudad se transforma en una pista medible en “pulsos”. Por eso, así como alguien alguna vez digo al ver a Napoleón que había visto a “la Razón montada en un caballo blanco”, alguien debería decir hoy que ha visto la racionalidad montada en un carro negro y blanco.
Pero, también por eso, el taxista debe hablar continuamente. Su monologo es la terquedad y la resistencia del hombre contra la racionalidad urbana. El taxista es un signo en búsqueda de una interpretación. Así, hace algunos años, deslicé en un asiento trasero un misterio, un “enigma”, un muleto ininteligible y redentor. Por las venas de la urbe, escondido en un respaldo, entre pelusas y monedas de 0,10c., viaja este misterio acurrucado.