CIUDAD DE POBRES CORAZONES

Pero la fuente
de vibraciones primitivas del taxista no es la ciudad. No, la fuente
neurotransmisora es la radio. El radio comunicador y la radio estero. Pero como
las dos están prendidas al mismo tiempo, ninguna es atendida, y entonces el
taxista está siempre malinterpretando los domicilios y las noticias: confunde
izquierda con derecha, denuncia encrucijadas y yerra en su derrotero parrafal.
La radio es la pasión del tachero porque él es periodista fracasado. Es “hombre
del tiempo”, movilero, informe del tránsito, columnista de espectáculos o de
realidad local.

Cuando el
sistema nervioso queda sumergido bajo capas lipídicas de transito, la ciudad se
vuelven paradójicamente sedentaria. Por un lado, su forma circular vuelve
obsoleto el transporte, caminar suele ser más eficiente que cualquier otro
medio. Hasta quedarse en casa suele ser una mejor manera de enterarse de los
chismes. En la ciudad obesa, las grasas vienen a buscarnos. En ella los taxistas son de tipo
medular, concentran la información urbana como verdaderos agentes de
inteligencia, interrogándonos sobre los lugares a los que vamos, a que nos
dedicamos, que opinamos de tal o cual minúscula eventualidad. Angurrientos de
información, comen todo lo que circula.
3.- Finalmente,
las ciudades también se autonomizan de sus sistemas nerviosos. Y así como algunas
neuronas (las del corazón, por ejemplo) siguen funcionando separadas de los
cuerpos que las contenían, de igual forma hay taxistas que, negando de esta
manera ese sentido común que cree que nuestras menesterosas profesiones
terminan tras el volante, continúan su profesión habiendo dejado el coche. Y
son periodistas, quiosqueros, meseros. La ciudad se va colmando así cocheros
parlanchines. ¿Será el destino de la sociología sobrevivir en el taxi? ¿o será
nuestro origen redentor?
4. El sentido del taxista, que es siempre
hacia delante, es la vista. Atrofiado su olfato por el hedor del cubículo,
indiferente su oído aturdido por su propia voz, al taxista solo le queda mirar.
Lo vemos por el espejo retrovisor, su mirada delata la impostura de su cuerpo.
Si este último parece indiferente y reconcentrado en el manejo, sus ojos van y
vienen, escrutan al pasajero, lo relojean. A pesar de su aparente distracción
viene atento a la charla, anota todo lo que se comenta, mide el tiempo de
nuestro relato para ver cuando lanzar el panegírico que interferirá en un
diálogo que nunca podremos recuperar. Por eso las charlas en un taxi deben ser
lo más íntimas posibles, despreocupadas de lo que se devela, pero atentas a no
dar pie a una interferencia fatal. Cuando un taxista nos dice “la otra vez un
pasajero....” uno imagina las veces que habremos sido violados sin percibirlo.
5. Si en su evolución el hombre nómada se
asentó en un sitio dando comienzo a la civilización, desde el momento en que su
asiento se despegó y comenzó a circular nuevamente la humanidad ha logrado la
combinación de lo más arcaico y lo más moderno: el taxista. El tachero es
sedentarismo en circulación. Combina la imposibilidad de la memoria de los
pueblos nómadas con la imposibilidad del cuerpo de las sociedades modernas. En
este sentido es la figura complementaria del patovica, que siendo tan dúctil
como una maceta, ha desarrollado un cuerpo de Cromagnon. El tachero es un
patovica errante. Ambos tipos delatan la atrofia mental de la gran ciudad.
6. La ciudad moderna padece de Parkinson,
porque carece de Parking Zone. La ciudad tiene la presión alta. Su sistema de
transporte ha colapsado, porque se deseo de circular se ha dado contra las
membranas plasmática de los edificios.
El taxista no
trabaja en la calle, trabaja “sobre” la calle, se desplaza sobre ella sin ensuciarse
los pies. Observa, pero no toca ni escucha. La ciudad se le presenta como un
obstáculo, algo para ser eludido. Por eso cuando el pasajero asciende, el
taxista ve en él un peatón usurpando su podio. Un bache que se infiltra en su
hábitat y al que hay que rellenar con lo se tenga más a mano: palabras.
La ciudad es un
obstáculo porque el taxista no tiene dirección. El taxi carece de sentido (como
otros transportes). En sí mismo solo circula. Y, enajenado de sentido, la
ciudad se transforma en una pista medible en “pulsos”. Por eso, así como
alguien alguna vez digo al ver a Napoleón que había visto a “la Razón montada en un caballo
blanco”, alguien debería decir hoy que ha visto la racionalidad montada en un
carro negro y blanco.
Pero, también
por eso, el taxista debe hablar continuamente. Su monologo es la terquedad y la
resistencia del hombre contra la racionalidad urbana. El taxista es un signo en
búsqueda de una interpretación. Así, hace algunos años, deslicé en un asiento
trasero un misterio, un “enigma”, un muleto ininteligible y redentor. Por las
venas de la urbe, escondido en un respaldo, entre pelusas y monedas de 0,10c.,
viaja este misterio acurrucado.
1 comentario:
Excelente...!!!
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