1. Si la esquina fue el lugar donde la detención
entrañaba el saludo y la puesta en escena de ese teatro social llamado
civilidad, la misse en escene del semáforo convirtió ese drama en el
rito impersonal del trámite locomotriz. Bajo la figura del “policía de la
esquina” primero, y en su recambio lumínico-tecnológico después, el Estado ha
ido refuncionarizando el cruce de caminos en su prepotente pretensión de
regular los circuitos de la vida social. De la misma manera en que antes lo
hacía la caballerosidad y la “buena” educación hoy es la burocracia científica
la que escribe el guión de nuestros encuentros ciudadanos.
Y más acá en el tiempo, a
medida que el Estado se ha ido retirando, alrededor del semáforo se ha
instalado un errante mercado de pulgas. El oficio de la monedita. Mendigos
croatas, acróbatas flipeados, deslucidos limpiavidrios, canillitas,
borrachos, quiosqueros fundidos y vendedores de pifias gangas. De la cortesía
al Estado, y de este, al mercado. Por eso una multitud marchando vuelve
obsoleto al semáforo. Porque el Estado y la economía rayan con la sociabilidad
hirviente y crispada de la turba ciudadana.
El semáforo no es solo un
testigo de la ciudad sino también del último siglo del capitalismo. El derrame
liberal se produce por la ventanilla del conductor. De ahí que muchos elijan
espejar los vidrios... del lado de adentro, y así mirarse a si mismos y decir
que lindo soy.
2. El semáforo nos iguala a todos en la detención, es
el socialismo automotriz. Hasta que la luz se pone verde. Y entonces, mientras
nos vemos superados por los últimos modelos, nos damos cuenta que semáforo es la Socialdemocracia
del tránsito. El punto de largada de un liberalismo rodante.
Los únicos que nos superan
mientras estamos detenidos en rojo son los estudiantes en bicicleta. Lo que
demuestra que ni el liberalismo ni el socialismo pueden conmoverlos. Porque la
carrera universitaria tiene su propio semáforo, que se llama mesa examinadora;
su propio embotellamiento, que se llama fotocopiadora; y hasta su propio
paseante, que se llama estudiante crónico. El estudiante crónico lo es por
defecto familiar o por defecto militante. El primero por exceso y el segundo
por ausencia. Demasiada gente lo espera en casa o ningún cargo se la ha
habilitado por ahora. Las universidades son el purgatorio del infierno de la
política.
3. Hay una sociabilidad de semáforo, un haz de
vínculos sociales mediatizados por la electricidad. Una sociabilidad que se
expresa en el esfuerzo de toda la comunidad por hacer inteligibles y
controlables los encuentros casuales. El peatón sabe de este esfuerzo. Su mirada
va perdida en el suelo, evitando el encuentro con desconocidos, ocultando su
persona. Pero toda una visión periférica se disciplina en el transeúnte de
turbas urbanas. Todo caminante urbano es un entrenado deportista cuyos
reflejos, sentidos y desplazamientos están perfectamente coordinados en una
gimnasia que esquiva cuerpos, evita el topetazo, elude obstáculos y acorta
distancias.
Al automovilista en
cambio, le está negado este arte de la interpretación y la calistenia. Maniatado
en su cinturón, encadenado al volante, esclavizado por su bólido, condicionado
por la calzada, el conductor debe someterse a los dispositivos normativos y de
control que distribuyen el flujo cosmopolita. Su arte no proviene, como el del
peatón, de la experiencia. Sino de la correcta interiorización del conjunto de
normas y reglamentos de tránsito. Solo por ello es posible la idea de un
“examen teórico de conducción”.
Cuando el peatón y el
automovilista se encuentran en la esquina, ese cruce no es confluencia, sino
obstáculo en el camino. Son dos lógicas diferentes las que concurren, dos modos
de pensar la ciudad y dos formas del vínculo social: como decíamos, es la racionalidad
legalista del automovilista y el arte intuitivo, corporal y fugaz del peatón. Y
a pesar de ello, lo más increíble y paradójico, es que en el encuentro las
lógicas se trastocan. El automovilista a medida que se aproxima, rememora su
arcaico arte de la interpretación para saber por cuál lugar cruzará el transeúnte,
si respetará o no la luz roja, si mira el camino o atiende a una blonda que lo
enfrenta en la calzada; el peatón por su parte, se racionaliza y le reclama al
conductor el respeto a ley, a la senda peatonal… y al semáforo.
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