16 de octubre de 2014

GRANDTOUR - MARRUECOS



1. En la puerta del Ryad, un hilo de agua servida pasa por debajo de una tabla dispuesta a sostener nuestro primer pié en la medina. En la esquina, si a esa vuelta que pega el muro cerrado podemos llamarla esquina, pasa un burro cargado de materiales bosteando indiferente. Bajando hacia el mercado, pasamos por una plaza donde tres personas labran una puerta enorme. La madera quemándose no nos transporta a un asado sino a esos rituales de palo santo que hacia Gisela en la casa. Continuamos por una sendero que pasa por debajo de una casa, una de las puertas está abierta y se ve, en el umbral, una arpillera con diez doce patas de vaca. Saliendo del pasaje, una nueva plaza contiene otros diez trabajadores martillando cerámicos y yesería. El polvo vuela e invade los pulmones.

Finalmente, el zoco, y las especies, casi sinónimos. Canela, cúrcuma, jengibre y cilantro. El dominante comino que todo lo invade. La menta, olivas, pimentones, azafranes. Pilas de dátiles, orejones, pasas, pistachos. Pimientas de todos los colores. Colores tan furiosos que parecen falsos. Colores tan penetrantes que enamoran y repelen.

Y al lado, sobre un exhibidor de vidrio en el que diversas bandejas contienen carnes indescifrables, una cabeza de vaca y tres jaulas de gallinas que, dentro y fuera de ellas, se encargan de cagar todo el sector. Y al lado sobre el piso se apilan columnas de tajines y cerámicas del uso. Y al lado, de otra carnicería, salen vahos de carnes asadas. Y en la puerta sobre unas brasas y una improvisada parrilla de alambre dos mujeres sentadas en el piso asan un pan de pita.

Y llegando ya al punto de saturación odorífera de la medina, entramos al barrio de los teñidores, quienes, con una técnica natural basada en el uso de excremento de gallinas, curten los cueros en un damero de piletones.

Abrumados, casi desconcertados, con un hastío hipnótico, nos sentamos en un bar. Prestos nos acercan un pequeño vasito decorado repleto de menta. Los olores no se detienen.

2. Simmel decía del sentido del olfato que es el sentido de la diferencia. La cosas diferentes “huelen mal” o “a gato encerrado”. El olfato nos distancia socialmente no solo porque, así como no podemos evitar oír, tampoco podemos evitar oler. El olfato nos distancia especialmente por la sensación que el olor penetra en nuestro cuerpo. Cuando se huele al otro se anulan las distancias sociales, el otro entra en mí, provocando un sentimiento de rechazo indomable.

Quizás esta idea pueda explicar en parte ese extraño sentir que provocó en mi Fez. Nunca antes una ciudad, cualquiera, me había tomado de esa forma. Pues no es el rechazo lo que intento describir. Fez es violenta a su manera. Pero es una violencia que enamora. Un real estremecimiento que condensa esa ambivalencia entre lo exótico y lo familiar, lo que atrae y repele.

Quizás esta ambivalencia resida ya no en el olfato sino en el tacto. Caminar por la medina trae a nuestros pies sensaciones conocidas que nuestro ojo no confirma. Nos sentimos, frente a esas otras ciudades europeas de las que veníamos, nuevamente en tierra conocida. Tercer mundo, si.

3. Caminar la medina es caminar por una villa 31 de 1500 años. Porque al revés que en nuestras ciudades occidentales donde las urbe fue derramándose en el territorio como mancha de aceite, la medina quedó atrapada dentro de los muros de la antigua ciudad. Hacinamiento entonces. Calles estrechas, algunas por las que solo puede pasar una persona, suelos de tierra. Una vida cotidiana que se sucede, como en un asentamiento, toda en el espacio público: se come, se trabaja, se juega, se pasa el día en la calle.

Como en la esencia del olor, la ciudad se presenta sin mediaciones. No hay una puesta en escena. Esta es la gente. Y entonces se explica uno la mirada curioso de esos rubios platinados de bermuda y chomba que miran curiosos. Y uno también cultiva esa mirada de lo exótico. Pero por momentos también me siento un poco sueco en cancha de boca. Donde lo “autentico” se expresa en toda su dimensión: como un eufemismo de la pobreza.

4. Lo único oculto es el culto, casualmente, es ese culto el que domina toda la vida. Si la vida se presenta transparente en la ciudad, los códigos de esa vida permanecen velados. Por ello esa laberíntica malla urbana trama no deja de enamorarnos. Es un poco la extrema amabilidad de la gente, la previsibilidad de la vida -efecto de una religión que plaga de reglas y códigos la vida social, y las intrincadas y hermosas trama de estucos y zelijes que combinan formas geométricas, arabescos y sigilosos textos cúficos. La ciudad encuentra así en ese arte Al Andalus su mejor expresión: se deja leer transparente, pero en un código arcaico que nunca podremos descifrar.


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