20 de noviembre de 2014

EMEME - INVENTARIO


I.- La baldosa floja escupe barro sobre la botamanga del pantalón clarito, la rama baja aporrea la mollera, la raíz de plátano cabecea la suela del abotinado. El tabique de una obra en construcción, la tapa levantada de un desagüe con el logo de OSN, una cinta de peligro, las mesitas de un bar, una cola de Rapipagos, unas quince bicis atadas en el poste de la parada. Un Renault cachuzo sobre la senda peatonal, una senda despintada, un peatón que se lanza frente a la trompa del auto.

Un cartel que prohíbe estacionar, o que indica la parada de autobús, o las direcciones de pago del estacionamiento. Un anuncio naranja que nos dice donde llamar en caso de emergencia, un aviso que nos dice que comer, cuanto pagar, a quien votar, el pasacalle de una bailanta, o de un cumpleaños de 80, o de un enamorado.

Un cartel que dice no apoyarse en las puertas, una chicharra que avisa el cierre de las mismas, una mano que se adelanta a un hombro a un cuerpo que aprieta otros tantos cuerpos. Una voz que anuncia la próxima estación. Una marea de cuerpos lanzados al andén, a las escaleras, a las infinitas hileras. Un papelito con números que asegura un viaje, no arrojar en la vía pública. Un amable “buenas tardes”, control de pasajes. Seguro que en el andén contiguo no tienen la misma amabilidad. Clasificación por clases.

La urbe, como nuestra ciencia, es un enorme clasificador. Circuitos, accesos, pasajes, contraseñas. La metrópoli se plaga de controladores de admisión. Somos los paseantes descolocados en una ciudad que se puebla de centrales que denuncian nuestro orsay. Signos que nos expulsan, nos maltratan, traicionan nuestro espíritu urbanita al grito de “traición, ustedes no pertenecen acá, nadie pertenece”. La ciudad es su propia referencia. No es el lugar de la comodidad, de la habitabilidad. Son las ratas quienes mejor entendieron esto, por eso fugaron por las cañerías.

II.- Una reja encerrando un jardín, pero un portón invitando a pasar. Invitando a sentarse. El banco de cemento del malecón, el de madera de la plaza, la silla de caño y elásticos en la puerta de lo de Pancho, el macetero donde las parejas se sientan a chapar, el pequeño anfiteatro con sus gradas de concreto que oculta para fumar.

Una manada de skaters se reúne en la plaza seca de un Teatro, en la explanada de un Ministerio, en la esquina de una plaza embaldosada. Un grupo de oficinistas se amucha fumando en la puerta de una oficina, en la vereda de un bar, en el banco de una rambla bajo el lila de un paraíso. Seis estudiantes repasan en voz alta en el césped de la plaza, cinco pibes duermen bajo el alero de una facultad, cuatro viejos conversan en la puerta de una casa, tres señoras en la entrada de una verdulería, dos pibas se besan caminando, un viejo putea al pasar.

Comentarios sobre el clima con la señora que barre la vereda vecina, con el de la cochera, con la kiosquera, con el que aguanta adelante el frio en la parada del bus, con el colectivero, con el compañero de trabajo de un amigo de la secundaria con que te encontrás compartiendo el asiento, el guardia de la oficina, con el mozo que te trae la ensalada al mediodía, la piba que vende vestidos, la secretaria de la oficina de arriba que te cruzás en el ascensor, el que te arrima en el subte y más vale hablarle para romper el hielo, el del kiosco de constitución, el guarda en el andén, el que se sienta adelante en el vagón.

La ciudad expulsa, pero también tiene sus devotos. No son infractores, son innovadores, sobrevivientes. No aman el caos, pero inventan nuevos sentidos, recrean y transforman la ciudad. 



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