I.- La
baldosa floja escupe barro sobre la botamanga del pantalón clarito, la rama
baja aporrea la mollera, la raíz de plátano cabecea la suela del abotinado. El
tabique de una obra en construcción, la tapa levantada de un desagüe con el
logo de OSN, una cinta de peligro, las mesitas de un bar, una cola de
Rapipagos, unas quince bicis atadas en el poste de la parada. Un Renault
cachuzo sobre la senda peatonal, una senda despintada, un peatón que se lanza
frente a la trompa del auto.
Un cartel que prohíbe estacionar, o que indica la
parada de autobús, o las direcciones de pago del estacionamiento. Un anuncio
naranja que nos dice donde llamar en caso de emergencia, un aviso que nos dice
que comer, cuanto pagar, a quien votar, el pasacalle de una bailanta, o de un
cumpleaños de 80, o de un enamorado.
Un cartel que dice no apoyarse en las puertas, una
chicharra que avisa el cierre de las mismas, una mano que se adelanta a un
hombro a un cuerpo que aprieta otros tantos cuerpos. Una voz que anuncia la
próxima estación. Una marea de cuerpos lanzados al andén, a las escaleras, a
las infinitas hileras. Un papelito con números que asegura un viaje, no arrojar
en la vía pública. Un amable “buenas tardes”, control de pasajes. Seguro que en
el andén contiguo no tienen la misma amabilidad. Clasificación por clases.
La urbe, como nuestra ciencia, es un enorme
clasificador. Circuitos, accesos, pasajes, contraseñas. La metrópoli se plaga
de controladores de admisión. Somos los paseantes descolocados en una ciudad
que se puebla de centrales que
denuncian nuestro orsay. Signos que
nos expulsan, nos maltratan, traicionan nuestro espíritu urbanita al grito de “traición, ustedes no pertenecen acá, nadie
pertenece”. La ciudad es su propia referencia. No es el lugar de la
comodidad, de la habitabilidad. Son las ratas quienes mejor entendieron esto,
por eso fugaron por las cañerías.
II.- Una
reja encerrando un jardín, pero un portón invitando a pasar. Invitando a
sentarse. El banco de cemento del malecón, el de madera de la plaza, la silla
de caño y elásticos en la puerta de lo de Pancho, el macetero donde las parejas
se sientan a chapar, el pequeño anfiteatro con sus gradas de concreto que
oculta para fumar.
Una manada de skaters se reúne en la plaza seca de un
Teatro, en la explanada de un Ministerio, en la esquina de una plaza
embaldosada. Un grupo de oficinistas se amucha fumando en la puerta de una
oficina, en la vereda de un bar, en el banco de una rambla bajo el lila de un
paraíso. Seis estudiantes repasan en voz alta en el césped de la plaza, cinco
pibes duermen bajo el alero de una facultad, cuatro viejos conversan en la
puerta de una casa, tres señoras en la entrada de una verdulería, dos pibas se
besan caminando, un viejo putea al pasar.
Comentarios sobre el clima con la señora que barre la
vereda vecina, con el de la cochera, con la kiosquera, con el que aguanta
adelante el frio en la parada del bus, con el colectivero, con el compañero de
trabajo de un amigo de la secundaria con que te encontrás compartiendo el
asiento, el guardia de la oficina, con el mozo que te trae la ensalada al
mediodía, la piba que vende vestidos, la secretaria de la oficina de arriba que
te cruzás en el ascensor, el que te arrima en el subte y más vale hablarle para
romper el hielo, el del kiosco de constitución, el guarda en el andén, el que
se sienta adelante en el vagón.
La ciudad expulsa, pero también tiene sus devotos. No
son infractores, son innovadores, sobrevivientes. No aman el caos, pero
inventan nuevos sentidos, recrean y transforman la ciudad.
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