1. Miro el humo creciente de la taza de café
que voy sirviendo sobre la mesada mientras, por el ventanal, veo al chaval
atravesar el jardín. Va con ese andar que solo los niños y los ancianos llevan, con un cubo lleno de
tizas en una mano y un palo en la otra. Se dirige convencido hacia el portón de
entrada de los autos. La taza no acaba de llenarse y Félix camina presto a la
calle. Trato de escuchar si el padre (que acaba de gritarme desde el piso de
arriba “servite dos cafés y charlamos un
rato”) da señales de estar bajando por la escalera. Nada. La taza se llena
y ya no veo al enano que se perdió de vista detrás de la pequeña tapia que separa el
parque de la acera.
Con el café en la mano me asomo al porche. Ahí gano ángulo y lo veo. Ha desparramado
todas las tizas y dibuja muñecotes sobre el asfalto. En esta
parte de Salzburgo no hay veredas. Los chalets y sus jardines dan todos sobre
un camino que avanza sinuoso como el Salzach, esquivando árboles y lomas.
Por
detrás de mi hombro se asoma, al fin, Matías. “Vení, dejalo, se entretiene solo. Vamos a charlar un rato aprovechando
que las chicas no están”. Volvemos a la cocina, invadida ya totalmente por
el olor de la cafetera.
2.
La nota de color que todo turista argentino
encuentra en Europa es siempre la seguridad. Y en Austria ese color se vuelve
rabioso. Dejar puertas abiertas, bicicletas sin candado,
chicos en la calle. Pero esa seguridad está cimentada en otra cosa que no es la
no inseguridad. Si, ya sé, inclusión
social y pobreza cero. Pero especialmente se sostiene en la confianza social,
la socialidad. Un modo de la confianza que desborda la mera protección de la
propiedad privada y envuelve ontológicamente la vida cotidiana. Caminamos con
seguridad por las senda peatonal confiando en que los coches se detendrán,
pedaleamos indiferentes por callejuelas sabiendo que de alguna manera
retomaremos el rumbo, saludar a desconocidos afectuosamente por la ciudad.
Esa
confianza se sostiene en un Estado invisible. Estado que de tan presente no
necesita mostrarse pues ha sido incorporado a la vida social. El
disciplinamiento aparece como responsabilidad, y entonces, la faz normativa no
necesita expresarse como control pues se presenta como regulación. Regulación
que decanta en confianza social que sostiene, entonces, la seguridad ontológica
de la vida cotidiana.
3. Llegamos a Salzburgo con una idea
fija: la Novicia Rebelde. No voy a reconocer haber corrido por el césped de
ninguna de las montañas del Schafberg, aunque mojamos las patas en el Fuschlsee
y corrimos detrás de una pelota en el parque, al lado del gazebo donde Liesl
Von Trapp se besa sigilosamente con Rolf. El conservatorio, el parque, la
escalera. Los escenarios de la película se preservan materialmente y en un
espíritu palpable, entrelazando un circuito urbano invisible. No hay carteles
ni señalizaciones. No se habla de la película acá en Salzburgo. Es la intuición
y la memoria la que ata los sitios.
La
ciudad de Salzburgo se compone de capas solapadas. Lo antiguo se solapa con lo moderno: en la casa donde
nació Mozart funciona un Spar, que al mismo tiempo respeta la estética
comercial de carteles colgando. Las calles comerciales lucen una cartelería que
recuerda al callejón Diagon de Harry Potter. Lo grande se mezcla con lo pequeño:
callejuelas y pasajes que esconden diminutas pastelerías y cafés envuelven grandes superficies, plazas, enormes infraestructuras. Lo natural se cuela en lo urbano:
parques que se solapan con barrios, los puentes que atraviesan el río en una
costanera llena de vida. Lo publico se confunde con lo privado: ¿estamos en una plaza o un jardín? ¿es un pasaje o el patio de un bar?. El pasado asecha en el presente: como en Berlin la
memoria sobrevive en "los tropezones", pero reniega de La Novicia Rebelde , repudiada por
el modo en que denuncia la complicidad austríaca con el nazismo. Y el presente se proyecta
en un futuro donde Austria (junto con Grecia) aparece como el tapón Europeo al
aluvión del este.
4.
Sentados en la cocina, la taza de café se vacía
y se llena. Matías me cuenta de la escuela de los chicos. Una institución Montessori.
Viene a mi memoria una película llamada La Educación Prohibida.
Matías me habla de tutores y no maestros, educación por proyectos y no
currícula, horarios flexibles en lugar de timbres y campanas, espacios
amigables, cálidos, maleables. No le convence, no deja de añorar en su
imaginario la escuela tradicional que conocimos. Una escuela que prepara para
el mundo “real”.
Hablamos
también de su trabajo. Habíamos estado por la mañana en su oficina. Poca gente había en ese momento, los horarios flexibles y los viajes continuos mantiene las oficinas despejadas de grandes amontonamientos. Que además consiste en un espacio
amplísimo, con un escritorio ergonómico que se levantaba hasta el metro y
medio, una cocina bien provista, un living lleno de plantas y sillones donde trabajar con
el portátil.
5. Imposible no pensar
en la gran metáfora donde la ciudad, el mundo productivo y el sistema educativo
se mimetizan especularmente. De “Carne y piedra” (Sennett 1997) a “la corrosión del carácter” (Sennett 1998).
La escuela sarmientina, el sistema fordista, la ciudad higienista, se abandonan. Y entre la Montessori, el toyotismo y la ciudad global se va conformando el triángulo en el que vamos a la deriva, solapando nuestras historias. Ciudad, instituciones y vida
cotidiana disuelven las fronteras, se desarraigan, solapan funciones, mezclan
espacios. También nuestras vidas, inquietas e indóciles.
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